domingo, 27 de octubre de 2013

Peces

La pecera es la metáfora de un mundo prisionero, encerrado en la jaula temible del cristal y la falta de aire. Mas los peces, nada saben. Los miramos en un lento ir y venir cansado, un suave desplazamiento sin objeto, mantenerse junto al grupo, o encontrar el rincón donde posarse y no hacer nada, vestidos de silencio en su espera de ermitaño.

Es bello el movimiento repetido de los peces, el agua que invisible se abre al paso aerodinámico de sus cuerpos, de sus aletas sencillas.

Delante de una pecera, sentimos una fascinación callada, respiramos con quietud, como peces que reencuentran su medio natural, perdido para siempre en la osadía del anfibio.

La tristeza prisionera de los peces es una conclusión apresurada. Ellos mismos nos contemplan sin asombro, se deslizan con nosotros en una danza ancestral de la cual participamos, separados por el delgado cristal que a nadie importa y en realidad no existe.

Sumergidos en nuestra pecera de aire, también nosotros recorremos los pasillos inmensos, las salas de exposiciones, los soberbios edificios de la ciencia. Nuestras voces dicen poco, no más que la rutina repetida de las ágoras, y jugamos al encuentro y el saludo, a la danza inesperada y el agradable calor de los cuerpos que se acercan.

El pez sabe de nosotros, compartimos la pecera del aire y de la vida, del oxígeno y del alga, del árbol y el silencio permanente. Entablan con nosotros conversaciones profundas, sólo comprensibles en la semántica del ritmo, la cadencia tenaz del semionauta.



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