jueves, 3 de septiembre de 2015

La bañera

Quien tiene el alma limpia desconoce el rencor y el desaliento, comprende que los designios de la vida son azarosos y que una persona sólo puede ser responsable de su dignidad, empeñar su inteligencia o sus fuerzas sin más pretensión que dejar el recuerdo de un buen nombre. Poco importan los planes, las ensoñaciones, la ambición o los trabajos. Hay quien forjó su dicha en el infortunio, y quien sufrió un trágico destino sin hacer nada para merecerlo. Nadie es culpable de nada, nadie debe ser censurado por estar vivo, ni alabado por un éxito o un fracaso que, las más de las veces, sólo dependen de circunstancias ajenas y conjunciones extrañas. Todos tienen derecho al miedo y al respeto.

En el verano del veintidós, muchos se maravillaron por la ocurrencia de sucesos que todavía hoy resultan inexplicables. Un hombre mató a sus vecinos porque el olor resultaba insoportable; los hospitales recibieron enfermos de una fiebre que oscurecía la piel y crecía el bello del rostro como el de un animal salvaje; bandadas de pájaros anidaron en los tejados y los árboles, y en sus chillidos se adivinaban palabras y sortilegios; el agua de los estanques se oscureció con insectos que se multiplican en las ciénagas y los remansos podres; hubo madres que abandonaron a sus hijos por el temor de un virus terrible al que no sabían dar nombre ni solución. Algunos interpretaron estos y otros casos como presagios de una catástrofe inminente, pero nada especial sucedió en los años posteriores que les diera la razón. Algunos se burlaron, y aumentó el número de los que hicieron fortunas fabulosas.

Supimos de un hombre bueno que aquel año conoció desgracias lamentables en su familia y sus allegados. Perdió a muchos por causas no comunes, y los demás le abandonaron sin que pueda sospecharse de pactos secretos o conjuras vergonzosas. Sabemos que anotó con cuidado el nombre de los pocos que le importaban, y que los visitó uno por uno para renovar su amistad y comprobar que estaban en paz; que recogió las habitaciones de su casa, ordenó sus armarios y sus libros, y dispuso con mimo flores naturales en los pasillos y las estanterías; que, al pie de la bañera colmada de agua, colocó con obsesiva simetría una silla en la que colgó sus ropas bien dobladas, y que se sumergió sin violencia en un baño tibio del que ya no salió con vida. Cuando lo encontraron, días después, aún su rostro conservaba la placidez del sueño tranquilo. 

Nadie sabe cuál será su reacción en el momento último. También se conoce a un hombre en las situaciones más terribles de la vida. Por eso, entre los condenados y quienes mueren en el frente, se encuentran casos de una inútil valentía o de una flaqueza lastimosa.

Todos tienen derecho al miedo y al respeto.



Jeremy Lipking
Bathtub in a Loire Valley castle

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